Cuando se habla de la ciudad de Manzanillo, Colima, hay divisiones: o la
aman o la odian. Puedo entenderlo. Por un lado, no tiene las mejores playas, ni
la mejor vida nocturna y quizá tampoco la mejor gastronomía. Por otro lado
tiene un encanto especial que yo lo encuentro en su manera ilógica de construcción,
en la decadencia arquitectónica de su centro histórico y en la tranquilidad de
sus playas.
El clima es como el de cualquier costa ubicada cercana a los trópicos:
altas temperaturas y humedad, sudor y sol, mucho sol. Manzanillo cuenta con una
variedad de playas: la solitaria y algo salvaje las Brisas, la turística y
atractiva Miramar, la familiar e infantil la Boquita, la ideal para deportes
acuáticos la Audiencia, la exclusiva e imponente las Hadas, entre otras que no
tengo el gusto de conocer. Otro punto que me llama la atención: el camino a las
hadas, con construcciones arquitectónicas que recuerdan al mediterráneo y al
mundo árabe: fachadas blancas, con rojos cobrizos y buganvilias en explosión
purpura. Además de repente uno puede encontrarse con edificios viejos o
parcialmente destruidos que son testigos de los terremotos que han sacudido
esas tierras. El centro es cosa aparte; parece como si el tiempo se hubiera
detenido, como una estampa de La Habana, como si estuviera a punto de
desbaratarse y como si los cerros se quisieran comer a la pequeña concentración
urbana. Y ahí está el muelle, silencioso y solitario, donde se juntan personas
a ver el atardecer, conversar o pescar pequeños peces. De fondo: los barcos que
incesantemente vienen y van, que retumban con sus chicharras y que se
convierten en bonitas postales de recuerdo. No por nada es el puerto más
importante de México.
A mitad de camino a la zona hotelera una laguna, en medio de la ciudad, con garzas blancas y algunos mangles. Por aquí y por allá arbolitos tóxicos de donde viene su nombre: manzanillos. La vegetación de los cerros que se encuentran alrededor es algo exuberante, seca en ciertas épocas del año, verde en otras, dando la sensación de que la vegetación nunca dejó del todo que la ciudad se apoderara del terreno. Al llegar me siento fascinado por el calorcito que me ruboriza y por la sensación de tener el mar cerca, ese olor a sal y el cielo como un lienzo azul salpicado de nubes, a lo lejos, un barco sonando. Es común encontrar cocos (fríos y no) a la mitad del camino, o comprar un saquito de la mejor sal de mar de México en Tecomán o Cuyutlán, dejarse llevar por las pequeñas calles del centro hasta encontrar un bar decadente o comerse un mango en palito con mucho chile en polvo y limón. Manzanillo no es ni será el gran destino turístico costero de México, pero siempre tendrá un lugar muy especial en mi corazón al que siempre volveré...